El papa olvidado. Calixto I by Gilbert Sinoué
autor:Gilbert Sinoué
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Histórico
publicado: 2007-08-09T22:00:00+00:00
31
La cuarta noche que precedía a los idus estaba ya muy avanzada cuando Narciso fue a buscarle.
– Levántate. Hay que actuar deprisa. Pero, antes, ponte esto.
Calixto se puso en silencio la túnica y las sandalias que le tendía el entrenador de Cómodo. Luego le siguió, tropezando en los peldaños y haciendo muecas de dolor. Recorrieron un inmenso pasillo desierto y apenas iluminado. Cuando se acercaron al puesto de guardia, Narciso aminoró el paso. Sonoros ronquidos se filtraban por una puerta entreabierta. Al pasar, Calixto tuvo la fugaz visión de dos cuerpos derrumbados sobre una mesa, entre jarras de vino volcadas y un cubilete de dados. Una vez fuera, flanquearon la muralla hasta que Narciso señaló un caballo atado en la penumbra de una calleja. Ayudó al tracio a montar y, palmeando la grupa del corcel, deseó:
– ¡Que los dioses te protejan!
Calixto murmuró unas palabras de gratitud antes de alejarse al trote por el dédalo de calles. Tras algunas vacilaciones, tomó la dirección de la casa de Didio Juliano.
Al entrar en el Trastevere, se cruzó con el cortejo de un patricio, a quien unos lictores portando antorchas acompañaban, sin duda, a su domicilio. Espoleó su montura. Al llegar al puente Fabricio, se detuvo ante un murete. La mansión de Juliano se recortaba a pocas toesas de allí. Entonces bajó del caballo. Se tendió en los peldaños de una capilla consagrada a los dioses lares y aguardó el nacimiento del día.
El viejo liberto que hacía de portero en casa de los Julianii le introdujo en el suntuoso atrio.
Calixto intentó en vano reconocer los lugares visitados, años antes, en compañía de Fustiano. Tras el incendio de aquella famosa noche, el palacio debió de ser reconstruido por completo, pues nada le recordó el pasado. ¿O se debía a la fiebre que abrasaba su cuerpo? Desde su salida de la Castra Peregrina, tenía la impresión de hallarse envuelto en una capa de bruma que deformaba los sonidos y velaba los objetos. Un sudor helado corrió por su espalda. Las piernas le fallaban.
¡No iba a desvanecerse allí! No tras haber superado tantos obstáculos.
Se empeñó en concentrar su atención en Didio Juliano hijo. ¿Estaría al corriente de su arresto? ¿Se habrían visto Carpóforo y él durante las calendas? De ser así, el sueño se derrumbaría definitivamente. Oía con claridad la voz de Marco: «¡Nada de engaños! Cuatrocientos mil sestercios y ni un as menos.»
Deambuló nervioso alrededor del impluvio, maldiciendo en su interior la manía de higiene que dominaba a algunos romanos. El portero le había anunciado que Juliano le recibiría después de sus abluciones y Calixto sabía perfectamente cuánto podían prolongarse éstas. Su mirada cayó por cuarta vez en el reloj de agua que presidía un rincón de la pieza. Según el nivel del líquido, había llegado poco antes, pero le parecía que hacía ya un siglo.
Un chasquido de sandalias resonó a su espalda. Se volvió. El joven senador sólo iba vestido con un paño de lino que dejaba ver un abundante vientre.
– Entra -dijo, levantando la gruesa cortina que cerraba el tablino-.
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